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sábado, 9 de febrero de 2013

UNA LICENCIA DE FIN DE SEMANA


“No molestar (o la amistad)”

Ésta es la historia de dos amigos. Uno de ellos, el feo, vive de acordes imposiblemente retorcidos y necesita poco más que eso y un poco de algo ilegal para ser completamente feliz, El otro, el guapo, se mueve como una sirena por los platós, los yates y los cocktails. Hace números, concede entrevistas, inaugura certámenes de polo y controla hasta el más mínimo detalle de su exitosa empresa. Al feo todo eso le parece una mariconada, aunque en alguna ocasión ha ido con el guapo a hacerse los dientes o el tinte. El guapo, flaco como un galgo, se acuerda de aquel desenfreno que antes compartían y sonríe, mientras apura el Actimel con la entrenadora personal apoyada en el quicio de la cocina y el asiático de la acupuntura saliendo por el garaje.
Se encontraron con diecisiete años en una estación de metro, hablaron de música negra y decidieron intercambiarse los teléfonos y probar. Encontraron a otros chicos, incluso a uno que de tanto hacerles sombra se ganó que le despidieran y que el feo le levantara la novia. Que te despidan mientras tu jefe feo te levanta a la chavala es algo tan insoportable que el tipo estaba flotando boca abajo en su piscina en menos de dos semanas.
Se enrolaron del todo, tuvieron un bajista que les abandonó a lo Bárcenas, con todos los detalles bajo el brazo, y estuvieron siempre sustentados por un tipo callado, siempre detrás, más interesado en el jazz que en ellos mismos. El único que no vivía para su ombligo. La pieza clave, Charlie Watts.
Hicieron llamar a otro melenudo al que el proceso de selección le duró poco, pues venía de una buena firma. Aún así, tardaron mucho en darle la sociatura, claro. Todavía sigue con ellos, debatiéndose entre otra copita o chupar un poco más de cialis para la camarera de diecinueve que espera en el dormitorio, por la que abandonó a su mujer de toda la vida. Ron Wood, Ronnie.
Tuvieron años muy locos y el guapo empezó a cansarse. Al feo se le murieron su mejor amigo y una hija, se refugió en el caballo e, incluso, se esnifó las cenizas de su padre una noche en la que el camello andaba fuera de cobertura.
El guapo se levantaba pronto y después de desayunar melón, que ya empezaba a ser rarito, se iba al estudio, donde el feo no aparecía. Nadie le quería despertar porque guardaba una pistola cargada debajo de la almohada y la agarraba y te apuntaba si le cabreabas. En Toronto le arrestaron porque en una bolsa llevaba lo que en el estado de Canadá ya se consideraba tráfico de drogas. Él se lo había llevado para pasar un fin de semana lejos de casa, que siempre es duro. El guapo se quedó sin guitarrista para aquella gira.
Se pelearon por la chica guapa del instituto, la bella hasta parar los relojes Marianne Faithfull que terminó, claro, follándose al guapo y corriendo para contárselo a todo el mundo, como Dominguín con la Gardner. El feo se hizo una camiseta para llevarlo mejor. Hicieron canciones formidables juntos.
Cincuenta años después ahí siguen, y sólo ellos saben cuántos sin hablar o felicitarse las navidades. El feo anda por Jamaica, subiéndose a cocoteros que baja con suerte desigual, y con su sonrisa de yonqui de etiqueta negra como pasaporte. Escribió una biografía en la que ponía al guapo a parir, llamándole déspota y nenaza. Siempre al límite, con una calavera y un Cartier alumbrándole el camino funámbulo, Keith Richards.
Cuando pienso en amistad siempre se me aparecen ellos, el guapo y el feo. Escucho cómo entra la guitarra en esta canción, algo tan inexplicable y alejado de la técnica, e incluso si cierro los ojos veo a Charlie mirándoles atrás, desde el dique, y a Ronnie caminando en círculos, que es como ha aprendido a vivir mejor lo que le quede. Pienso en ellos y en que son los únicos amigos de verdad que conozco.
Todo termina y Keith apoya su cabeza sobre el guapo para la foto de la prensa local. Otra ciudad, otro incendio de rock.
Y sé que Mick Jagger se sube a la limusina después de los aplausos, con las luces aún apagadas y la multitud retenida, y vuelve a casa ante su infusión con la única certeza de que después de tantos años y tantos focos sólo tiene un verdadero amigo. Aquél de la estación de metro, tan feo, al que nadie nunca se atrevía a despertar.

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